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REVISTA JURIDICA | |||||||||||||||||||
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LA JUSTICIA LETRADA MEDIATA: LOS ASESORES LETRADOS* Pedro Ortego Gil A lo largo de la historia la actividad de los juristas no sólo ha consistido en asesorar a los particulares. Su actividad consultiva también se ha desenvuelto alrededor de las instituciones de gobierno y de las judiciales. No es nuestra pretensión abordar su evolución jurídico-institucional secular. La intención de estas páginas es aportar algunos datos sobre la actuación de los asesores letrados de jueces legos en Castilla durante la Edad Moderna.1 El interés por abordar este asunto trae su origen en el estudio de los mecanismos que la política legislativa estableció para que la administración de la justicia recayera en manos de letrados y evitar el albedrío judicial, fijando las condiciones para someter las decisiones judiciales a un arbitrio reglado por las disposiciones legales y las interpretaciones doctrinales propias de un complejo procedimiento jurídico dominado por aquéllos. Es sabido que los jurisconsultos asistían a los magistrados romanos en el ejercicio de su iurisdictio pues, en la medida en que éstos no eran juristas, para la tramitación y decisión de las causas debían aconsejarse de expertos, de asesores.2 Aunque esta denominación varió con el transcurso del tiempo, el término acabaría por asentarse. Durante los siglos de prevalencia del derecho consuetudinario o no recibieron nombre alguno —bastaba con convocar a un número relativamente amplio de hombres sabios y probos del lugar— o bastaba, a medida que las leyes romanas se iban introduciendo, con aquellos calificados como sabidores. Las Partidas de Alfonso X optaron, en la medida en que su función era la de aconsejar,3 por la denominación de consejeros: que los consejeros sean sabidores de los aconsejar por arte o por uso, e los consejeros deven ser omes entendidos, de buena fama, e sin sospecha, e sin mala cobdicia. E por ende los judgadores ante que den su juyzio deven tomar consejo con tales omes en esta manera, diciendo primeramente a las partes fazemos vos saber que queremos aver consejo sobre vuestro pleito. Onde si vos avedes por sospechosos algunos omes sabidores desta villa, o desta corte, dádnoslo por escrito e después que gelos ovieren dados escritos deve tomar el judgador que ha de judgar el pleito, uno, o dos de los otros que sean sin sospecha e mandar a ambas las partes que vengan antellos, e recuenten todo el pleyto de cómo paso, e muestren e razonen ante aquellos consejeros aquellas razones que más entendieren, que les ayudarán. E después que ovieren recontado, e mostrado todas sus razones e sus derechos deven los consejeros fazer escrevir en poridad su consejo, segund entendieren que lo deven fazer derechamente catando todavía el fecho, e las razones que las partes razonaron, e mostraron antellos, e de si darlo al judgador que ha de librar aquel pleyto, e los juezes deven formar su juyzio en aquella manera que el consejo les fue dado, si entendieren que es bueno, e de si emplazar las partes, e dar su sentencia.4 Esta ley marcó las directrices de la asesoría letrada en Castilla de modo similar a como sucedía en otros territorios imbuidos del Ius commune.5 La legislación castellana fue introduciendo matices en la actividad asesora con respecto a su precedente romano. Así lo atestigua Pérez y López, al manifestar que asesores (romanos) y consejeros (regulados en las Partidas) concurrían a un mismo objeto pero variaba su regulación "en el modo de su elección, paga de emolumentos, facultades y otras circunstancias que se podrán ver en nuestras leyes".6 En todo caso, se fueron introduciendo paulatinamente restricciones y limitaciones a los jueces legos, al tiempo que se favorecía la intervención decisiva de asesores letrados. Antes de desentrañar sus aspectos básicos conviene recordar algunas circunstancias que permitan comprender la necesidad de acudir a los abogados —letrados en sentido amplio— de la ciudad o de la tierra para que actuaran como asesores de los alcaldes ordinarios. La recepción del ius commune no supuso el apartamiento de los jueces legos. Cuando los escolares formados en los estudios generales se fueron imbricando en los diferentes escalones de la organización regia, la mayor parte de los jueces del Reino eran legos, singularmente en el nivel inferior.7 Los alcaldes de los municipios eran elegidos por los vecinos de entre ellos mismos, designados por los señores o por el rey. Resulta obvio afirmar que en su práctica totalidad no sabrían leer, ni escribir ni mucho menos conocerían los principios del derecho romano-canónico. Esos alcaldes gozaban de una iurisdictio reducida o limitada, pero en todo caso gozaban de la facultad de resolver buena parte de los procesos que ante ellos se presentaban.8 Los escribanos, como veremos más adelante, pudieron suplir esa insuficiencia jurídica, si bien de un modo parcial. La complejidad sustantiva y procesal del derecho común hizo necesario acudir a expertos jurídicos para que, al menos las decisiones judiciales definitivas, se ajustaran a la legislación vigente. La ley transcrita distinguía dos tipos de consejeros: por arte o por uso. Los primeros son los letrados, los formados en el ars aequi et boni, en el derecho de los romanos, en el derecho canónico y en las adaptaciones jurisprudenciales. Letrados que residen en las principales ciudades, vinculados a la burguesía y que, por su actividad, perciben emolumentos de quienes litigaban o por el consejo que daban a los jueces (legos). Pero la legislación alfonsina no desconoció la situación real de Castilla, de ahí la mención a los consejeros por uso o experiencia, es decir, los que, en unas comunidades dominadas por analfabetismo, conservaban en su memoria las normas esenciales de la comunidad, sobre todo en las zonas rurales. Estos últimos acabarían desapareciendo ante la imparable imposición de la legislación real.9 En cualquier caso, los expertos, según P. 3, 21, 2, debían ser de la ciudad, aunque en ocasiones pudieron plantearse dificultades para encontrar un abogado que no estuviera interesado en el proceso o que no fuera recusado por las partes. Esta situación generaba nuevos inconvenientes y mayores gastos. A estos asesores se les exigían unos requisitos mínimos, pero fundamentales, similares a los del juez: entendidos en las normas que debían aplicarse;10 de buena fama, concepto esencial en una época en que la honra forma parte sustancial del conglomerado estamental; no sospechosos, es decir, de parcialidad en favor de alguno de los contendientes;11 ni codiciosos, pensando en su beneficio personal, puesto que la administración de justicia generaba importantes emolumentos a quienes participaban en su administración. A comienzos del siglo XIX, todavía vigente P. 3, 21, 2, Vilanova manifestaba que este asesor honrado con el nombre de consejero "debe ser sabio, fiel, leal, y de toda probidad", añadiendo una presunción general: "presumiéndose estar adornado de estas partes, el abogado aprobado por el Real y Supremo Consejo de Castilla, o por las Chancillerías y Audiencias".12 La presunción favorecía a la mayor parte de los abogados que, a pesar del incremento de su número en la segunda mitad del siglo XVIII, seguían siendo un grupo muy reducido.13 Ello implicaba que en las zonas rurales, es decir, en la mayor parte de los dominios hispanos, se plantearan serias dificultades para poder elegir entre varios. En la documentación consultada, procedente de jurisdicciones gallegas, hemos encontrado algún doctor,14 la mayor parte son licenciados15 y dos bachilleres —estos en 1606—.16 Aunque no todos los abogados reunían los conocimientos necesarios.17 Estos obstáculos se multiplicaban en Indias.18 Castillo de Bovadilla advertía al corregidor no letrado sobre "el deber de usar y seguir el consejo de los sabios, eligiendo de muchos pocos, y de pocos los más sabios, y de los más cuerdos los más ancianos". Para los asuntos de la república recomendaba aconsejarse de los regidores más sabios, pero para los negocios de justicia debía elegir teniente letrado, pues la obligación de hacerlo estaba fijada en las leyes de Alfonso X,19 ya que de no seguir su consejo serían nulas las sentencias que dictare —sobre este asunto volveremos más abajo—, salvo que el consejo de su teniente fuera injusto.20 Este asesor era, como veremos, necesario. Los consejeros/asesores de los jueces ordinarios, en cuanto no tenían atribuida jurisdicción alguna,21 se limitaban a redactar un dictamen que los jueces podían hacer suyo —pueden conformarse con él, expresión alfonsina que sería matizada con posterioridad— si les parecía ajustado a derecho. En consecuencia, Alfonso X dejaba claro que la iurisdictio correspondía al juez y no al consejero/asesor. Como se afirmaría tiempo después y en otro territorio peninsular, los oficios de juez y de asesor eran incompatibles —lo cual es manifestación de la incompatibilidad de los oficios de juez y abogado—, sin que ello impidiera que algunos asesores llegaran a gozar de jurisdicción. En este sentido, Cancer había afirmado que los asesores designados por el príncipe tenían jurisdicción, mientras que los designados por otros oficiales carecían de ella.22 El matiz no se puede aplicar a los abogados que servían de asesor a los alcaldes ordinarios, pero sí permite apreciar la doble condición que llegaron a tener los tenientes de corregidor letrados y los alcaldes mayores en relación con los corregidores de capa y espada: si el corregidor pronunciaba la sentencia, el teniente o el alcalde mayor habrían actuado como asesores y aquel quedaba sujeto a la decisión que hubieran redactado; pero en numerosas ocasiones estos últimos conocieron y sentenciaron las causas, es decir, actuaron como jueces y no como asesores. Incluso, he podido comprobar cómo jueces letrados de otras jurisdicciones actuaron como asesores, bien porque fueron propuestos por las partes o designados de oficio por el juez.23 El ejercicio de la iurisdictio y esta incompatibilidad de oficios y funciones dentro de la misma jurisdicción desembocaba en otro principio: "sententia non formetur in personae assessoris, sed potestatis".24 Lo cual conllevaba otro aspecto formal: "sententiam non posse proferri per assessores".25 A pesar de lo anterior, la participación de un letrado, en la mayoría de las ocasiones un abogado, designado por el juez, fue un mecanismo que permitió cercenar a sus justos términos el arbitrio judicial. Era más fácil que un letrado aplicara la legislación regia que un juez lego resolviera con arreglo a derecho y no conforme a su leal saber y entender, es decir, con arreglo a su albedrío. Si se aplica la legislación real en sus términos literales, lo que haría previsiblemente un letrado, o conforme al arbitrio tasado delimitado por la jurisprudencia doctrinal, se produciría, asimismo, una economía procesal, evitando, por ejemplo, posibles recursos. Economía que era relativa, como tendremos oportunidad de comprobar, porque un proceso resuelto por un juez letrado implicaba menos gastos que el fallado por juez lego asistido de asesor. Los jueces tenían la obligación de aconsejarse, aunque luego no siguieran el consejo.26 ¿Todos los jueces? No. A medida que los letrados fueron ocupando los puestos más importantes de la estructura jurisdiccional, este deber se concentró en los jueces legos —alcaldes ordinarios y corregidores de capa y espada— de las instancias inferiores y en las jurisdicciones especiales, como la tributaria, la militar, la mercantil o la sanitaria, cuyo estudio desborda el objetivo de este trabajo. La formación del propio juez también determinaba, como apuntó Gregorio López, las posibilidades de designación de asesor: "cum judex debet habere peritiam non potest cogere partes, ut eligant sapientem ad consulendum; sed si sit idiota, vel arbiter super puncto iuris bene potest mandare partibus quod dent sibi aliquem consultorem, et quod deponant salarium pro eo".27 En cualquier caso, la opinión mayoritaria era que los jueces legos debían asesorarse de abogados o letrados en general. Elizondo ya advertía que el juez lego "debe nombrar un abogado de probidad para las providencias de justicia; cuyo dictamen ha de seguir, siendo asesor necesario".28 Guardiola así lo defendía, al señalar que "siendo el juez lego o no letrado (como lo son por lo general todos los corregidores de capa y espada, alcaldes ordinarios y de la Hermandad) debe nombrar un abogado de ciencia y conciencia para las providencias de justicia, o que puedan perjudicar".29 Las asesorías de la jurisdicción ordinaria y de las jurisdicciones especiales dieron lugar a matices en cuanto a su designación —a instancia de las partes, de oficio o por la autoridad judicial superior— y condiciones profesionales —oficiales reales, abogados—. En este sentido, Vilanova y Mañés manifestaba que el ministerio de asesor tiene sus propios dictados, según la elevación del juez a quien asesora. Unos son titulados auditores, como de Guerra, de Marina; otros asesores de derecho, o asesores natos, como los alcaldes de letras, por la asesoría que gozan respecto de sus gobernadores, corregidores y lugar tenientes de comendadores en las encomiendas de estado; otros asesores ordinarios, como los que nombran los alcaldes ordinarios y jueces añales; y otros asesores asuntos, que son los que se subrogan en lugar de los ordinarios, por recusación o en defecto de estos.30 Tanto los ordinarios como los asuntos eran abogados, y estos últimos en virtud de una Real Orden de 1778 no podían excusarse de desempeñar la asesoría si tenían estudio abierto cuando se tratara de causa criminal.31 Por su parte, Guardiola calificó de asesores necesarios a los nombrados por el rey y a los alcaldes mayores en los pueblos donde hubiera corregidor, pues precisamente en este caso "debe asesorarse con ellos"; mientras que asesor voluntario sería el designado potestativamente por el juez.32 Vizcaíno recogía que "cuando el juez no es letrado, suele proveer auto para que las partes se conformen en abogado que sea asesor, y si no conforman, pueden recusar cada parte a tres de los nombrados; pero después elige el juez de oficio al que le parece, y este no es recusable".33 En la práctica el juez podía llegar a compeler de forma vehemente a las partes a que designaran asesor, amenazándolas con nombrarlo de oficio34 . Entre la documentación de archivo consultada, he encontrado varios procesos en los que el juez no se limitó a designar un abogado sino que, en la previsión de su ausencia, enfermedad o excusa, nombraba un segundo.35 La práctica sobre la exigencia de que el asesor nombrado aceptara su actuación consultiva era diferente según los reinos. Juan y Colom da cuenta de que en el reino de Valencia "se estila corrientemente aceptar y jurar el asesor su nombramiento de tal por ante escribano, o sin él, firmando esta diligencia el mismo asesor, y poniéndola a continuación del auto en que fue nombrado". Práctica que veía superflua porque no estaba dispuesta en ninguna disposición legal, aunque si debía estar fundada en costumbre, de manera que no necesitaba jurar su encargo y entenderse aceptada la asesoría tácitamente al practicar cualquier diligencia. En Madrid, por el contrario, se entendía que no era necesario el juramento, "respecto de tener ya jurado de hacer su deber en su facultad de abogado, cuando se graduó y aprobó de tal, y sólo deberá hacerlo cuando se le confiriere empleo de jurisdicción", es decir, cuando actuara como acompañado. Esta también parece ser la práctica generalizada de los juzgados gallegos. Si el asesor hubiera sido designado directamente por el juez, podía apremiarle a que aceptara la asesoría y a que la ejerciera hasta la conclusión de la causa si no hubiera causa legítima que lo impidiera.36 Aunque esta diferencia en el juramento no aparece en las obras de otros autores,37 y algún práctico no lo consideraba necesario por no carecer los asesores de jurisdicción.38 También Vilanova, del que no se puede olvidar su origen, se ocupó del juramento del asesor, pero distinguiendo la obligación de acuerdo con la naturaleza de su asesoría. De este modo manifestaba que, he observado en la práctica de algunos coetáneos doctos jurar el encargo al ingreso de la causa de esta calidad —criminal grave—, no obstante de haberlo hecho para todas, al tiempo de la aceptación de la asesoría añal u ordinaria; cuya diligencia la reconozco procedente, por la mayor obligación que recarga al asesor, de caminar con rectitud y justificación en un juicio, cuyos yerros son sin comparación más sensibles que en la causa civil; si bien que no causará nulidad omitiéndose. Mas el asesor asumpto, es indispensable su juramento de fidelidad y entereza quando asume la asesoría; el qual lo protesta motu propio, por medio del escribano que le intima el nombramiento, o separado de él, notando en autos su aceptación con dicho juramento, que firma, y así se estila.39 Cuando las partes proponían la designación o aceptaban el nombrado de oficio, Vilanova interpretaba que "con el nombramiento solemne, y de conformidad de los litigantes, que se hizo de él, fue visto, que unos, y otros quisieron sujetarse a su dictamen, sobre no ser lícito al juez resolverse por su arbitrio, sino por la recta razón, y por lo que enseñan las leyes, en que se debe suponer instruido al mismo asesor".40 De estas palabras parece desprenderse un pacto tácito entre las partes y el juez, un contrato en que los litigantes y el juez acuerdan aceptar la decisión del asesor. Pacto en el que se insertaba, por mandato legal, la condición de que fuera justa y ajustada a derecho. Esta perspectiva contractual desemboca en un fin claro: el proceso ha de ser resuelto, en el fondo que no en la forma, por quien conoce el ordenamiento jurídico, poniendo por delante el arbitrio reglado (ley más razón) frente al arbitrio no reglado (libre albedrío y posibilidad de caer en la arbitrariedad). La ratificación de que el pacto se había cumplido, o de que se había aplicado la condición legal, debería quedar manifestada al pie de la sentencia "sin roborarlo con dictamen ajeno", porque si se diera este supuesto "causaría otra igual nulidad la mutación de aquél, sin expresa anuencia de las partes". Este pacto valdría para las causas civiles y algunas criminales leves. En las causas de mayor gravedad penal —muerte, mutilación o pena corporal aflictiva, en las que estaba muy interesada la vindicta pública—, Vilanova recomendaba la consulta al tribunal superior, como él mismo había aconsejado al gobernador y justicia mayor de la encomienda de Montesa,41 a pesar de que se trataba de una obligación.42 Por otra parte, ya he apuntado que a los asesores se les exigían unos requisitos de conducta semejantes, que no iguales, a los previstos para los jueces. El nombramiento de asesor debía hacerse notorio a las partes, y si el juez y el escribano podían ser recusados, otro tanto sucedía con el asesor.43 La labor consultiva de este último a lo largo del proceso podía determinar el contenido de las decisiones judiciales y, por ello, producir parcialidad.44 Así lo hace constar Hevia Bolaños, para quien si el juez determinara la causa con asesor, debía comunicarlo a las partes enfrentadas, "y si alguna de ellas le tuviere por sospechoso, ha de tomar otro".45 Para comprender el régimen de estas recusaciones hay que diferenciar los supuestos que podrían plantearse. Por un lado, si el asesor fue designado unipersonalmente por el juez o venía impuesto por disposición real. Por otro, si la recusación se planteó en el momento de la notificación de su designación, es decir, cuando las partes todavía no lo habían consentido, pues podía verificarse sin mención de causa, o bien se presentó una vez aceptado el asesor y antes de pronunciarse la sentencia por el juez, ya que en este caso era necesario señalar la causa de dicha recusación. También hay que distinguir la recusación del acompañado, que goza de jurisdicción, de la de asesor, que carece de ella. En relación con los asesores necesarios, el capítulo quinto de la Instrucción de Intendentes del 13 de octubre de 1749 dispuso que cuando los litigantes recusaran al teniente letrado o al alcalde mayor, en cuanto asesores ordinarios del intendente, no fueran separados, sino que se les nombrara un acompañado,
como si fuese juez ordinario, respecto de no estimar conveniente a la recta administración de justicia la facultad de variar de asesores, de que han usado hasta aquí, teniendo, con título mío, un abogado de satisfacción, que debe responder de sus dictámenes; y mucho menos la separación del asesor ordinario, por la recusación de las partes, que las más de las veces proceden maliciosamente, con el fin de que recaiga la asesoría, o acuerdo en sujeto de su contemplación. Las recusaciones de asesores fueron un tanto habituales si atendemos a la literatura jurídica, aunque la práctica no siempre concordaba con lo manifestado.46 Debieron ser frecuentes las que alcanzaban a todos los abogados de una ciudad47 o incluso de un amplio territorio,48 con el fin de reducir el número de los posibles abogados que pudieran ser designados por asesores. Es evidente que estas recusaciones eran vagas y carentes de lógica jurídica. Cabe plantear, como hipótesis, la posible existencia de redes de abogados que, a través de las recusaciones, permitieran circular entre ellos los autos y conseguir fallos favorables para sus litigantes.49 Ante tal abuso procesal se trató de poner coto. La Real Cédula del 27 de mayo de 1766 se ocupó de restringir las posibilidades admitidas en la práctica judicial.50 En su virtud, quedó dispuesto que los jueces no admitieran recusaciones vagas de asesores, "aunque sea con el pretexto de consentir en el que nombrase el Presidente del Consejo, los Presidentes, Regentes o Decanos de las Chancillerías y Audiencias, y de otros cualesquiera superiores". Con este objetivo, las recusaciones de asesores voluntarios que fueran vagas no debían admitirse "ni podrán exceder de tres, como se prohibió por S.M. para cortar la malicia de los litigantes que, por dilatar la expedición de las causas, o facilitar por este medio recayese el nombramiento en abogado su parcial, solían reiterar sus acusaciones con grave y conocido perjuicio de la justicia". De acuerdo con lo expuesto, se determinó que "sólo se permitirá a cada parte la recusación de tres abogados asesores para la final determinación o artículos de cada causa; quedando los demás de la residencia del juzgado y su provincia hábiles para que el juez pueda nombrar de ellos, no de otros, al que tuviese por más conveniente; sin permitir sobre ello instancia, contestación ni embarazo que difiera su conclusión en perjuicio de los colitigantes y buena administración de justicia". Cierta vaguedad en la redacción de la disposición propicio, al parecer y según algún autor, nuevos inconvenientes en la determinación exacta de cuántos podían ser los recusados por las partes a lo largo del proceso.51 Cualquiera de las partes, al tiempo de la notificación del nombramiento, podía recusar al asesor por petición, "sin más solemnidad que decir le tiene por sospechoso, que se nombre otro en su lugar y jurar que no lo hace de malicia, según se practica".52 Las mismas formalidades se seguían para los sucesivos propuestos hasta el límite legal, "sin dar lugar a la recusación del cuarto, por evitar malicias y dilaciones".53 Mientras que, una vez consentido el asesor por las partes, expresa o tácitamente, sólo podía ser recusado con causa legítima y verificada por información sumaria de testigos.54 La práctica judicial gallega presenta múltiples supuestos. Por ejemplo, las partes recusan al asesor designado de oficio, se ponen de acuerdo en un segundo abogado y el juez designa a un tercero, sin que las partes se opusieran a este último.55 El término ad quem para plantear la recusación del asesor fue discutido, variando entre la firma del dictamen y el momento de la pronunciación de la sentencia. Herbella de Puga, al tratar la provisión ordinaria de recusación de un juez letrado para determinar por sí sólo y que se acompañe con otro abogado, que es un supuesto de designación de acompañado o asociado con jurisdicción y, en consecuencia, no de asesor, señala, sin embargo, que este último debía ser recusado antes de que firmara su dictamen, pues "no puede separársele de tal asesor después que extendió y firmó su dictamen".56 Este criterio ya había sido defendido por Núñez de Avendaño, al entender que si el asesor había firmado y entregado su dictamen al juez, la sentencia podía pronunciarse por éste aunque hubiera sido recusado.57 Por el contrario, Juan y Colom partía del principio de que la recusación del asesor podía plantearse por las partes en cualquier estado del proceso, con causa legítima, "aunque sea después de escrita y firmada la sentencia definitiva, porque hasta ser pronunciada, no queda perfecto el acto de ella".58 También he encontrado la aplicación práctica de este supuesto a finales del siglo XVIII. En el primer auto de providencia, por el que se impuso perpetuo silencio, el juez estuvo asesorado. Pero la parte condenada presentó una petición en la que: decimos que para la determinación de ellos según noticias piensa asesorarse de lizenciado D. Josef Rivera y Puga, vecino de Sta. Xptina, sugeto de quien parece ser se ha valido para su primer asesorado. A este tal lo recusamos en forma de derecho para semejante asunto, en cuio supuesto pedimos que no haviéndose echo ya remesa de los autos se suspenda y remitan a otro letrado; y caso se ayan remitido qualquiera determinación que aya venido, que se supone será nada arreglada, se ha de servir cerrarla y oblearla, y ebacuado esto remitir dichos autos a nuevo asesor. Esta recusación debe surtir su pleno efecto por estar legítimamente ynterpuesta en atención a que hasta ahora no se publicó, yntimo ni hizo saber determinación alguna que contenga la que aya dado dicho asesor recusado, y ser esta práctica uniformemente observada en tales casos. De otro ulterior procedimiento que no se espera, desde luego se protesta el recurso de nulidad y los demás que sean propios de Xusticia con arreglo a derecho, juramos lo devido. Para evitar más atrasos, en una causa leve por malas palabras, el juez optó por enviar a segundo abogado los autos con el fin de que determinara si cabía la recusación. En un nuevo auto asesorado, el juez determinó que la recusación "no ha sido en tiempo por haverse dado —la primera providencia— antes que ésta —la recusación— se entablase, y que tampoco se ofrece a justificar causa, ni motivo para ella, y considerando dicha providencia arreglada en todas sus partes", ordenó que se llevara a debido efecto el primer auto asesorado.59 El asesor también podía excusarse con motivo justificado, o sin él. Si el juez admitiera la excusa —hay que entender que sólo cabía esta posibilidad para los asesores voluntarios—, debería restituir a las partes los derechos que de ellas hubiera percibido hasta entonces, ya que estas cantidades irían destinadas al nuevo asesor, que no sólo debería instruirse en los autos, sino que "si el asesor primero no se hubiera apartado de él y su asesoría, no quedarían gravadas las partes en haber de pagar al nuevo asesor la vista y derechos que ya tenían satisfechos al anterior, apartado de su voluntad".60 La práctica pone de manifiesto que las excusas se daban con mención a razones muy genéricas.61 La intervención de estos abogados que actuaban como asesores letrados de los jueces ordinarios podía darse desde los inicios de la causa. En la documentación de archivo consultada puede ser ligeramente más habitual encontrar su actuación al final del proceso. ¿Por qué la asesoría se daba en el momento anterior a la sentencia, cuando todos los trámites estaban conclusos, y no antes? La explicación es sencilla. Los escribanos intervenían en el proceso tan pronto como lo hacía el juez. Sus conocimientos procedimentales, aun cuando fueran simples, bastaban para guiar al juez en los trámites ordinarios —auto de oficio cabeza de proceso, información sumaria, auto de prisión y embargo de bienes, declaraciones testificales, confesión del reo— o cuando las causas eran leves. Pero la sentencia era el punto final y fundamental del proceso. En él, los conocimientos de los escribanos eran insuficientes y la necesidad de acudir a la formación letrada de los abogados de la ciudad o comarca era crucial. Sin olvidar que unos y otros percibían importantes emolumentos por su actuación procesal, aunque los del escribano eran consustanciales al litigio y los del asesor constituían un plus.62 También eran diferentes las opiniones doctrinales sobre el momento a partir del cual debía de intervenir el asesor letrado, a lo cual no era ajena la respectiva formación jurídica de cada autor. Un escribano como Juan y Colom defendía que el juez "imperito en letras o en derecho" debía asesorarse de abogado "siendo sobre algún artículo que consista su determinación en punto de derecho, y en las sentencias definitivas Pero para los demás proveídos que atienden al ritual del pleito, no se necesita, ni practica asesorarse de letrado, sino sólo del escribano de él, por ser de su obligación el saberlo y evitar costas y dilaciones".63 Por el contrario, el abogado Vilanova y Mañés tras manifestar la conveniencia de que el juez actuara con asesor, si no lo había dispuesto a petición de las partes, advertía de que en las causas criminales graves y de consecuencias de la misma naturaleza, se contara con éste al menos en la sentencia definitiva, o auto que tenga fuerza de tal, por residir en ella con más inminencia, ser más difícil, o acaso más impracticable la reparación, y contravenirse el encargo y recomendación de las mismas leyes. En mi sentir no sólo para la decisión de la causa criminal, conviene la intervención del asesor, sino también para su gobierno y sustanciación, desde sus principios, porque no obstante que la sabia intención de aquellas, de precaver los males, que puede causar el juez sentenciando sin consejo, no son desatendibles los que puede originar con la dirección y ordenamiento del proceso, caminando independiente.64 Es más. Aun admitiendo cierta postura tradicional según la cual debía contarse con asesor "por lo menos, desde la confesión del reo", es decir, básicamente tras concluir la sumaria información, "yo, con presencia de estas reflexiones, concluyo, que desde su principio pues justamente en este estado, y aun antes de su incohación, se presentan las más de las veces, montes de dificultades, que no son accesibles a la corta instrucción de un escribano, ni a la impericia de un juez no letrado".65 La práctica judicial muestra esta dicotomía, aunque puede apreciarse cierta tendencia hacia la primera postura. Es relativamente habitual encontrar el nombramiento de asesor y el auto de remisión de autos como trámite inmediatamente anterior a dictar sentencia. Veamos un ejemplo. En una causa de infanticidio, iniciada por auto de oficio del 30 de agosto de 1798, tras el reconocimiento de la casa, confesión de la acusada y declaración de los testigos, se dictó el siguiente auto: Visto por su merced Don Francisco Méndez Paradela, alcalde mayor de la villa y jurisdicción de Chantada, la carta de oficio que en cabeza de este proceso auto de oficio en su virtud proveído con lo más que resulta de estos autos por ante mi escribano de número de ella, dijo: que de todos ellos debía de hacer remisión al licenciado don Vicente Felipe de Lemos, abogado de la Real Audiencia de este Reino y su Ilustre Colegio, vecino de esta propia villa, con cuyo parecer y acuerdo protesta proveer lo que corresponda a derecho. Y por este auto manda y firma estando en ella, a siete de septiembre de mil setecientos noventa y ocho. Don Francisco de Paradela. Ante mí, José Antonio Otero. Lo cual ratifica la diferencia de dos tipos de asistencias o asesorías: los escribanos asesorarían al juez en la tramitación procedimental y, sólo en la última fase, la anterior a la resolución, intervendrían necesariamente los asesores letrados. A continuación se incluye la sentencia del citado juez que, como en otros casos semejantes, concluye: "así lo declaró, proveyó, mandó y firmó con acuerdo del asesor, a quien se hizo remisión, estando en su audiencia a veinte y nueve días del mes de septiembre de mil setecientos noventa y ocho. Don Francisco Méndez Paradela. Asesor, Licenciado Don Vicente Felipe de Lemos".66 Con referencia a lo expuesto, Silvestre Martínez apuntaba una razón de economía procesal para que desaparecieran los asesores y sólo intervinieran en los procesos jueces letrados: un letrado podía solventar la causa con mayor facilidad y menos gastos que un lego asesorado.67 El ejemplo que expone es demostrativo y aplicable a los alcaldes que necesitaban el asesoramiento de abogados. Considerando que los alcaldes mayores eran asesores necesarios de los corregidores de capa y espada,
el juzgado del alcalde mayor es más provechoso a los litigantes, porque los pleytos se despachan con más prontitud, y menos costes que en el de los corregidores no letrados: estos para determinar, se han de valer de los alcaldes como asesores, y en el interin que hacen la remesa de autos, se pierde aquel tiempo, y se aumentan más que dobles, y en perjuicio de los litigantes, así por el desembolso, como por la tardanza en esperar la vista del proceso; cuyas diligencias y gastos se evitarían si como alcaldes lo hubieran creado desde su principio, y ahorraría otros muchos de providencias excusables, que sólo sirven de abultar la causa, hasta que por sus trámites se encuentra en estado de sentencia, en que por ningún pretexto puede excusarse el corregidor de la asesoría. Su conclusión desemboca en la conveniencia de que los jueces fueran letrados. Al no necesitar de asesores, el desembolso pecuniario de las partes sería más reducido.68 Notificada a la partes la designación del abogado que actuaría como asesor, Juan y Colom era cauto sobre el momento procesal de remisión de autos. Puesto que, cabía la recusación del designado, entendía que, hasta transcurridos tres días desde la notificación del auto de su nombramiento, no se le debían remitir los autos. Habría que esperar a que las partes hubieran consentido expresa o tácitamente.69 Febrero atiende más al desarrollo procesal, considerando que las partes debían recusar al asesor en la primera audiencia tras la notificación de su nombramiento, "bien entendido, que hasta que pase la audiencia del día siguiente, no se le deben llevar los autos".70 La práctica judicial gallega muestra que el auto de remisión de autos incluía el nombramiento de asesor.71 El asesor debía redactar su dictamen en secreto, en la poridad que establecían las Partidas y tan consustancial a la administración de la justicia. Secreto que se extendía hasta el momento de entregar la decisión al juez. Cualquier violación de este deber, haría exclusivamente responsable al asesor. Apuntaba Cornejo que los asesores eran los letrados que concurrían con los corregidores de capa y espada o con los alcaldes ordinarios a la decisión y determinación de todas las causas, civiles o criminales. Entendía que eran llamados así porque "simul adsedent, esto es, les asisten con su juicio, y parecer, de donde nace llamarse los autos o sentencias asesoradas".72 Quien haya consultado documentación judicial en archivos habrá encontrado numerosas decisiones de esta naturaleza. Cumplidos todos los trámites establecidos por las disposiciones reales y por la práctica asentada, llegaba el momento culminante de decidir el proceso. En este punto se planteaban dos posibilidades previstas en P. 3, 21, 2: aceptar el dictamen del asesor, o no, dictando en este caso el juez lego su propia sentencia. De ahí resultaba un problema aun mayor: la validez del fallo pronunciado sin consideración a lo expuesto por el asesor. La obligatoriedad de fallar con asesoría letrada fue exigida por los tribunales, ya que la presunción de sentenciar con arreglo a derecho y favorecer la economía procesal, amén de restringir el arbitrio — en este caso, mejor arbitrariedad— judicial de los legos, se daba cuando intervenían estos abogados. Vilanova recogió este interesante matiz, ya que el juez que no obrara de conformidad con el consejo de su asesor tendría contra sí una presunción de haber obrado mal.73 Aunque contra la presunción se podía aducir el matiz legal de que el juez no estaba obligado a seguir el dictamen del asesor "pareciéndole que no es bueno", en cuanto que éste "no tiene jurisdicción" al amparo de P. 3, 21, 2.74 En este sentido y como muestra, la Real Audiencia de Galicia insistió en la obligación de los jueces de contar con la asistencia de asesores, por lo que castigó el incumplimiento de dicha obligación por parte de los jueces legos,75 o la reforma de los autos asesorados76 , puesto que existía en favor de los dictámenes de los asesores la presunción o indicio de estar más sujetos a derecho que las decisiones que no cumplieran con este requisito. Si consultamos las remisiones normativas contenidas en las obras de algunos juristas de finales del siglo XVIII, parece que la obligatoriedad generalizada llegó con la Real Cédula (no recopilada) del 19 de noviembre de 1776, por virtud de la cual los jueces que no fueran letrados debían asesorarse "precisamente".77 Después de varias indagaciones me ha resultado imposible encontrar una disposición real de esa fecha en la que se contenga tal obligatoriedad. En realidad, la única real cédula de tal data en la que se mencionan a los asesores es la que dispuso que "en las provincias subalternas, donde no reside Capitán General, (en cuyo caso debe ser asesor de la Junta de agravios el auditor, o asesor de Guerra) desempeñe el encargo de tal asesor, y vocal de la Junta el corregidor letrado, o alcalde mayor de la capital, cesando en él cualesquiera asesores particulares, que con este motivo hubieren elegido".78 A pesar de la obligatoriedad esgrimida y de las presunciones a su favor, no faltaron las quejas contra los malos asesores. Desde la literatura jurídica, los problemas que provocaron fueron denunciados por Gregorio López: " assessores imperiti sunt in magno periculo constituti, quia tenetur de imputa et consilio quod dat potestati, licet sententia non formetur in personae assessoris, sed potestatis".79 Poco después, Castillo de Bovadilla incidía en este mismo aspecto al recodar la opinión de Belluga, para quien " los asesores imperitos, e ignorantes corren grande peligro, porque están obligados por el mal consejo, que dan al corregidor, aunque en la sentencia, o parecer no se haga mención de ellos, ni se forme en su persona, sino en la del corregidor o juez".80 Desde las instituciones también se evidenciaron las ocasiones en que los asesores provocaron más perjuicios que beneficios. Con motivo de la oferta de medios para la Escuadra de Galicia, en la Junta del Reino celebrada en julio de 1629 en la que se discutieron las condiciones para la concesión del servicio solicitado por el rey, se determinó que porque la experiencia a mostrado que los executores que se despachan del Consejo, Chançilleria de Balladolid y Audiencia de Galiçia, a executar cartas executorias y a entender en otros negocios eligen por asesores a letrados de poca experiencia, que sólo sirven de firmar lo que ellos les hordenan, en grande agrabio de las partes, Su Magestad se sirva de mandar que el Tribunal que despachare executor, señale el asesor de toda satisfazión, con el qual se ayan de acompañar, y no con otro alguno, porque con esto se entiende se repararán los dichos agravios".81 A pesar del deber reiteradamente expuesto, Castillo de Bovadilla introdujo algunas excepciones. Así, por ejemplo, "en caso de que no hubiese ley, estatuto o costumbre de tener tenientes o tomar asesores los jueces imperitos, y sin letras, que en este caso (aunque pecarían no se aconsejando con ellos) valdrá la sentencia, que ellos solos sin tomar su acuerdo dieren". También, cuando dictasen sentencia justa, "porque entonces el acertamiento de la justicia suple el defecto de la forma en sentenciar sin parecer de letrado". Lo mismo afirmaba de las sentencias o autos interlocutorios de poco perjuicio por ser reparables en la definitiva.82 Desde una perspectiva más amplia, admitía la actuación sin asesor en casos de notoria levedad y no dudosos o que consistieren en hechos, como en las sentencias por penas de ordenanza, caza, pesca, riegos, entre otros. Aun con todo, opinaba que el corregidor —y por extensión cabe entender que cualquier juez— "no letrado, ignorante del derecho, hace mal en sentenciar las dichas causas entre partes, donde hay probanzas, y testigos, y circunstancias que considerar, según las reglas del derecho, que aunque sean de poca cantidad las penas, a los que las han de pagar, les parece de mucha".83 Por ello, en caso de duda era opinión común que el juez lego estaba obligado a sentenciar de acuerdo con lo expresado por el letrado.84 En cualquier caso, las pautas que marcaban los autores incidían en la conveniencia de contar con el acuerdo del asesor. Vilanova, tras apuntar que su dictamen no afecta a la validez de juicio unipersonal del juez lego si era justa su decisión, consideraba "laudable la práctica general, de no dar paso el juez por sí sólo en materia judicial". Esta práctica, calificada como costumbre por otros, afectaba a los casos en que el mismo juez había designado a los asesores, puesto que no cabía en el supuesto de que viniera acordado a instancias de las partes. Esta forma de juzgar implicaba, a su entender, un afianzamiento de la posición del juez frente a los litigantes, "porque el hombre no letrado, no es dable se conduzca con tino en las resoluciones de una facultad, que los más estudiosos profesores, pueden verterlas apenas con acierto, y se abisman en el insondeable océano de especies, disposiciones, variedades, opiniones, y dificultades que las ahúman".85 Concluyendo que "los juicios forenses fueron inventados para dar a cada uno lo que es suyo, y averiguar y castigar los delitos", pudiendo cumplirse mejor fiando su dirección a la de aquellos que estaban formados en el derecho. A comienzos del siglo XIX, Dou Bassols aún traía a colación el derecho romano-canónico para defender la necesidad del asesoramiento, por parte de "aquellos que no tienen estudio de leyes", en la sustanciación de autos y sentencias. Quienes tuvieran potestad para juzgar no siendo letrados, carecían de la pericia necesaria. Por ello, "parece que, aun por derecho común, cuando se trata de dificultades, y de cosas, en que sea necesario el estudio de jurisprudencia para obrar con acierto, no puede quien no es letrado, dejar de asesorarse"86 . Pero junto a las opiniones doctrinales, las disposiciones legales o la remisión a la práctica consuetudinaria figuran, como vimos, menciones a la razón y, sobre todo, a la justicia. La formación de Dou le llevó a concluir que "por el derecho natural, y de España, puede quedar sólidamente sentada la obligación, de que todo juez, que no sea letrado, debe asesorarse para conocer y decidir las cosas en que sea necesario el estudio de las leyes".87 Como complemento a estas pautas, Castillo de Bovadilla advertía sobre los perjuicios que podían producirse cuando el corregidor no letrado compelía al teniente letrado a que siguiera su parecer, "porque es muy gran mal, y gran cargo de conciencia; antes deje juzgar libremente, y no se excuse de seguir su consejo, porque con él no se conforma, ni ande buscando pareceres de otros letrados a hurto".88 La misma idea puede extenderse al juez lego ordinario asesorado por abogado. Y ahondando en este problema, debió ser hasta cierto habitual, teniendo presente las menciones entre los autores, que cuando los jueces no estuvieran de acuerdo con su asesor, buscaran otro letrado. Para Castillo esto suponía quitar el crédito del primer asesor —en el supuesto que cita el del teniente letrado, es decir, de un asesor necesario— y, sobre todo, menospreciaba su decisión, pudiendo alterar la paz de la comunidad con su discordia, además de aparecer el juez como sospechoso y parcial.89 En definitiva, "ponga el corregidor —y lo mismo el juez no letrado— de su casa la autoridad, y su teniente ponga de su cosecha el consejo, y ambos sean en proveer y ejecutar".90 Desde la perspectiva formal de la sentencia, si bien bastaba al juez pronunciar el fallo manifestando que lo hacía en conformidad con el dictamen o asesoramiento del juez, al menos desde el siglo XVI se adoptó la práctica de que fuera el asesor quien redactara la sentencia, dándosele validez al hacerla suya el juez mediante su pronunciación.91 Es fácil comprobar en la documentación judicial conservada del siglo XVIII cómo los abogados firmaban su dictamen redactado con las formalidades de la sentencia, y junto a su firma aparece en numerosas ocasiones la del juez. En el reverso o a continuación de las firmas figuraba la fórmula de pronunciación, dándola como propia el juez. Todo lo anterior sin perjuicio de que, a tenor de lo dispuesto en Partidas y admitido por la literatura jurídica, el juzgador pronunciara una sentencia diferente si encontrara errónea o notoriamente injusta la redactada por el asesor.92 En la circunstancia teórica de que un juez comisionado fuera obligado a fallar con la condición de hacerlo según el dictamen de su asesor, sólo estaría realmente obligado si el dictamen fuera justo y según su conciencia.93 El problema que se plantea es el de la validez o nulidad de las sentencias dictadas por los jueces legos sin el asesoramiento de los letrados. En principio habría que atender a la naturaleza de los procesos sobre los que debían pronunciarse los jueces. Castillo de Bovadilla aborda esta cuestión al tratar si el dictamen de los asesores necesarios era forzoso seguirlo, o si sentenciando la causa sin su consejo la sentencia sería nula aun cuando fuera justa. Para él, es resolución, que aunque el imperito, y no letrado puede ser juez, y determinar las causas leves, y no intrincadas; como lo hacen hoy en día los corregidores, que sentencian denunciaciones, y penas de ordenanzas, y los alcaldes de la villas; pero para los negocios dudosos, y en que hay probanzas, necesariamente han de consultar asesor, y seguir su consejo, no pareciendo notoriamente injusto y a esto están obligados, así por derecho común, como por Leyes de estos Reinos, y costumbre, y no lo haciendo, serán nulas las sentencias, y esto aunque fuesen justas.94 Por tanto, salvo notoria injusticia, optaba por la nulidad amparado en los principios y la doctrina jurídica, la ley y la costumbre. Y así parece corroborarlo la jurisprudencia práctica de la Real Audiencia de Galicia, al declarar nulos los trámites hasta la intervención de letrado.95 No todos los juristas se mostraron de acuerdo con la nulidad de las decisiones adoptadas sin asesoramiento. Juan y Colom distinguía, con cierta precaución, lo justo de los arreglado a derecho, puesto que si bien los autos definitivos y sentencias dictadas por juez lego "no serían nulas, siendo justa su determinación, sin consejo de asesor letrado, lo más seguro es que sean dadas con él, por la contingencia de poder no ser arregladas a derecho, y evitar el daño de la parte agraviada, y alguna multa y daños en que puede condenar al juez inferior su superior, recurriéndose a él por agravio".96 El asunto es planteado por Vilanova desde varios frentes. En primer lugar, sienta como regla que el acuerdo con el asesor no era esencial para la validez del juicio, siempre y cuando su decisión "sea justa y arreglada a derecho", amparándose en P. 3, 22, 24 y 25, y si las partes no hubieran pedido la designación de un asesor. En este supuesto, la nulidad sólo podría ser alegada en caso de injusticia. Mientras que si las partes hubieran solicitado que el juez actuara con asesor, la decisión unilateral del juez lego no tendrá ningún valor, aplicando la previsión legal de P. 3, 21, 2. Por tanto, en este último caso es donde se aprecia con claridad el aspecto contractual apuntado más arriba. Aspecto contractual que, sin embargo quebraba o no aparecía en las causas criminales graves y perniciosas por las resultas "de lo mal juzgado". En estos supuestos, habida cuenta del daño que podía causarse, "nunca debe arriesgarse el juez a cometerlo por falta de consejo o dictamen de asesor, al menos en la sentencia definitiva, o auto que tenga fuerza de tal", dada la dificultad o imposibilidad de la reparación del daño y "contravenirse el encargo y recomendación de las mismas leyes", en referencia a P. 3, 21, 1 y 2.97 El dictamen del asesor no era condición sine qua non para la validez del fallo, pero sí una presunción favorable para ello. La actuación del asesor era onerosa. Su retribución era conocida por el nombre de la actividad desarrollada: asesoría. Para comprender su régimen es conveniente distinguir entre quién tenía derecho a percibirla y quién estaba obligado a abonarla. Con relación al primer aspecto, hay que diferenciar entre los jueces letrados y no letrados, y entre estos últimos entre los asalariados y los no asalariados. Sólo los jueces legos no asalariados tenían derecho a exigir las asesorías a las partes, no para sí, sino para el asesor.98 Tanto los jueces letrados —aunque no percibieran salario— como los asalariados no tenían derecho a percibir asesorías, unos por su ciencia y otros por su soldada, y porque en este caso sólo podrían percibir los derechos del arancel (R. 3, 5, 9), salvo que las partes pidieran el asesor.99 Salón de Paz da cuenta del problema surgido por el abono de las asesorías a un juez lego nombrado por el conde de Monterrey. En el fondo, la discusión se centraba, en determinar si los jueces letrados o asalariados debían percibir de las partes el abono de asesorías, o sólo los legos. La costumbre general era que debían ser satisfechas por las partes, y "verum et citra consuetudinem Septi Partitarum iure compertum est salarium assessoribus a partibus collitigantibus persolvendum", de acuerdo con P. 3, 21, 3. Con posterioridad, sin embargo, se matizó esta regla general. En este sentido, R. 3, 5, 9 dispuso que los corregidores y los alcaldes de las villas y ciudades que percibieran un salario con sus oficios, o los alcaldes u otros jueces que tuvieran estos oficios por jueces asalariados, y los jueces letrados, aunque no percibieran salario, o costumbre.ios por jueces asalariados, no pudieran percibir no pudieran percibir de los litigantes cantidad alguna por razón de asesorías o visitas de procesos, salvo los derechos que estuvieran permitidos en la respectiva ciudad por estatuto o costumbre. De manera que, "a contrario sensu, si iuris sunt ignari, nec salarium ordinarium habuerint, recte salarium a partibus habere possunt".100 Como, además, estos debían juzgar con asesores, a estos debían abonar las partes su salario. La asesoría debía ser abonada, como regla general, por las partes litigantes mancomunadamente: "salarium assessoris solvi debeat communiter ad utraque parte"101 . El pago se hacía de esta manera cuando ambas partes hubieran solicitado la asesoría102 o cuando el juez hubiera decidido de oficio asesorarse en causa dudosa.103 Pero, ¿qué causa no sería dudosa para un juez lego? Por ello, resultaba más oneroso un proceso ante un juez lego que ante un juez letrado. Cuando la designación de asesor se hubiera solicitado por una de las partes, ésta debía abonar todos los emolumentos del asesor (P. 3, 21, 3).104 La práctica permite comprobar cómo en las causas criminales iniciadas de oficio, la asesoría se impuso sólo a los acusados y reos.105 Al juez correspondía determinar el alcance pecuniario de la asesoría.106 En los autos de nombramiento de asesor figura, a menudo, la fijación del depósito que deben hacer los litigantes por razón de asesorías.107 Las cantidades abonadas a los asesores eran señaladas de acuerdo con su participación. No he podido determinar el criterio seguido, quizá por ser diferente en cada juzgado o depender del asunto en litigio. Desde luego que por una sentencia no cobraban lo mismo que por un auto de trámite. Algunos abogados no se recataron y junto a la firma de su dictamen final figura la cantidad que exigieron.108 El pago de estas cantidades debía hacerse públicamente "e non a furto", como establecía P. 3, 21, 3. La razón es obvia. Con el fin de evitar sospechas de parcialidad o de corrupción, se obligaba a los litigantes a verificar el pago de las asesorías de forma manifiesta y obviar cualquiera voz de soborno.109 Aunque su cobro, por parte de los abogados que hubieran actuado como asesores, podía resultar en ocasiones dificultoso, sin olvidar la malicia que pudieran tener algunos de ellos. Para forzar a las partes al abono de las cantidades pertinentes, el mecanismo utilizado podía ser la retención de autos.110 Al coste de las asesorías había que añadir el de espórtulas por la remisión de los autos al asesor. Como resulta obvio, estas cantidades se incrementaban de acuerdo con la distancia que mediaba entre la sede del juzgado y el estudio el abogado designado por asesor. Traslado de los autos que debía verificarse, además, en condiciones de seguridad.111 El abono de las asesorías tenía su contrapartida en la responsabilidad exigible a los asesores. Frente a la retribución, la responsabilidad en la que podían incurrir y que recogió P. 3, 21, 3: Buen galardón deven aver los omes buenos consejeros, de Dios, e de los omes en este mundo, e en el otro E pueden los consejeros aver de las partes a quien consejaren por razón de su trabajo tanto quanto los judgadores ante quien es el pleyto tovieren por bien, e no mas e esto deven recebir manifiestamente e non a furto. E si por aventura alguno de los consejeros consejare falsamente al judgador debe aver la misma pena que el juez que a sabiendas diese juyzio contra derecho. No son jueces, pero sí reciben la pena del juez.112 Se insiste en la falta de jurisdicción del asesor, aun cuando forme la decisión del juez, sin perjuicio de la responsabilidad en que podían incurrir ambos: " officium assessoris non excusat potestatem quando faciat litem suam si pronunciavit inique, quod tene menti".113 Los asesores serían responsables por dictaminar falsamente, por impericia o por fraude, quedando sus consecuencias marcadas por la citada ley de Partidas. Aunque la ley alfonsina se limita a regular el supuesto de quien aconsejare "falsamente", Gregorio López recogió las posturas afirmativas sobre la responsabilidad del asesor que por impericia o imprudencia diera un mal consejo.114 En la misma línea coincide Castillo de Bovadilla, gran conocedor de la materia por haber sido corregidor, quien afirmaba que si la sentencia del teniente de corregidor —y entendamos del asesor del juez lego— fuese notoriamente injusta o errónea, y así le constase al juez, no estaría obligado a seguirla, y no se excusaría de pena en caso de seguirla, "como ya he visto en las Chancillerías dar pena por ello a corregidores".115 La notoriedad, por tanto, se convierte en elemento fundamental, aun cuando fuera muy complicada de apreciar en un mundo predominantemente de analfabetos. Además, aquel asesor que hubiera sido condenado por barataria o fraude en un lugar, no podía ser asesor en otro.116 Más compleja fue la determinación de la responsabilidad de los jueces, al diferenciarse si actuó sin asesor, con asesor impuesto o con asesor por él designado. Su concreción vino marcada, hasta finales del siglo XVIII, por la jurisprudencia.117 Gregorio López optaba por matizar: si el juez fue quien designó al asesor imperito, entonces respondería aquél; mientras que si venía designado por la autoridad superior, por los litigantes o por disposición estatutaria, entonces no incurriría en responsabilidad alguna.118 Pero existía una posibilidad de descargo para el primer supuesto recogida por Castillo de Bovadilla: si errase el juez por seguir el parecer de su asesor, quedaría el juez "descargado de culpa, habiendo hecho elección para el tal oficio de persona de letras, graduado en Universidad aprobada, o de experiencia de negocios y aprobación". Para librarse, debería presentar a su asesor en la residencia, para que fuera éste y no él quien respondiera y satisficiera a las partes.119 La calificación de la responsabilidad que hizo Gregorio López era diferente según los supuestos: "quod error iuris in judice est lata culpa, et hoc in assessore, vel alio qui eligitur tanquam iurisperitus Sed si potestas qui laicus et idiota elegerit consilium mali assessoris non excusatur propter ignorantiam iuris Si autem Respublica assessores deputavit excusatur potestas".120 Además, Castillo recordará, sin que lo manifiesten otros autores, que el "corregidor idiota y sin letras", y por extensión cualquier juez lego, que fallara los pleitos entre partes sin consejo, "fiado en que si yerra, se excusará más fácilmente por la ignorancia del derecho", debía considerar que se le podría hacer cargo por ello en la residencia, con independencia de hacerse odioso al pueblo.121 Los criterios tradicionales de responsabilidad del juez se mantuvieron en el tiempo, vinculándolos a la calificación y clasificación de los asesores. En este sentido, Elizondo marcaba la notable diferencia "entre las dos especies de asesores necesarios y voluntarios, reducida a que por el dictamen de los primeros de ningún modo queda responsable el juez lego a sus resultas, y sí por el de los segundos".122 Con algo más de concreción, Guardiola afirma que "por el dictamen del asesor necesario no queda responsable el juez lego a sus resultas, y sí por el del voluntario o electo por el mismo juez, por no estar obligado a seguir su parecer si no cuando entendiere que es arreglado".123 No obstante, en ocasiones resulta difícil determinar las razones de la responsabilidad conjunta de juez y asesor.124 En su Política para corregidores, Castillo afirma que corregidores, regidores o diputados de ayuntamiento y alcaldes iletrados, estaban obligados a tener asesor, pues en caso contrario no podrían eludir la reparación del daño causado a las partes "por sentenciar mal sin asesor y que será nula la sentencia que sin consejo de ellos dieren, mayormente habiendo, como hay, costumbre en estos Reinos de que los jueces imperitos, y sin letras, tengan tenientes, y tomen asesores, por cuyo consejo, y parecer administren"125 . Por tanto, esta responsabilidad, en principio patrimonial, se centra en la vulneración de la costumbre y en la nulidad de las actuaciones. Contamos con supuestos prácticos en los que el juez y su asesor, junto con el escribano, quedaron privados de sus derechos. La razón se encontraba en las quejas dirigidas a la Sala del Crimen de la Audiencia de Galicia por los abusos e irregularidades cometidas por todos ellos en una causa criminal.126 En suma, hasta 1793 la responsabilidad se determinaba de conformidad con los siguientes criterios y teniendo presente la clasificación más simple de los asesores. Tratándose de un asesor necesario, cuyo dictamen ha de seguir obligatoriamente el juez —salvo que fuera notoriamente injusto o erróneo— y en la medida en que la voluntad de aquél se imponía a la de éste por disposición real, el juez quedaba exento de responsabilidad puesto que no intervenía su voluntad en la decisión final. Por el contrario, si el asesor fuera voluntario, su elección dependía del juez y la última decisión, según las Partidas, también, por lo cual el juez sería responsable en la medida en que pudo disponer libremente y erró, al menos en la elección.127 Esta responsabilidad diferenciada para unos y otros debió estar en el origen de la disposición legal adoptada el citado año y que unificó el criterio de su determinación. En virtud de R. C. del 22 de septiembre de 1793 —en que por regla general se establece, y declara que los jueces no letrados no sean responsables a resultas de las providencias y sentencias que dieren con acuerdo de asesor— se dispuso que las resultas de la causa acordada con asesor serían de su responsabilidad, "debiendo responder de su dirección, juicio, y sentencia". Si de su actuación irregular derivaba injusticia, "haciendo padecer al justo e inocente, por su culpa o malicia, o indemnizando al ímprobo y malo, con dolo", sería castigado con las mismas penas que se impondría al juez que juzgara y sentenciara por sí solo "con doblez o maldad".128 Sin olvidar que el juez que se apartara del consejo de su asesor también respondería penalmente. El origen de esta disposición real se encuentra en el dispar tratamiento que se dio en las Secretarías de Estado y del Despacho a varios expedientes sobre responsabilidad de jueces no letrados, advirtiéndose "que sobre este punto en general es discordante la legislación antigua, y moderna, o a lo menos osbcura, y da lugar a que decidan con variedad los Tribunales". El monarca manifestaba que por la interpretación que se ha dado últimamente a las leyes antiguas, "no puede regir en la actualidad de la misma suerte que cuando los expresados jueces eran árbitros de nombrar sus asesores, pues muchos de ellos carecen ya de esta facultad y tienen precisión de valerse de los que Yo les tengo señalados". Este último inciso hacía referencia claramente a los asesores de corregidores, intendentes o jueces militares. Ante estos problemas, el rey consultó a los Consejos de Castilla (consulta del 22 de mayo de 1793) y de Indias (consulta del 11 de enero de 1793). En el proemio del R.D. del 22 de agosto de ese mismo año, dirigido al Consejo de Castilla, señalaba que "he tenido a bien declarar como declaro, que los gobernadores, intendentes, corregidores, y demás jueces legos a quienes nombro asesor —es decir, en los supuestos de asesores necesarios—, no sean responsables a las resultas de las providencias y sentencias que dieren con acuerdo y parecer del mismo asesor, el cual únicamente lo deberá ser". Esta responsabilidad individual de los asesores necesarios, conllevaba que ninguno de los mencionados jueces podría nombrar ni valerse de un asesor que no fuera el designado por el rey. Quedaba a salvo lo establecido por las Partidas y admitido por la literatura jurídica, pero a través de los mecanismos procesales del siglo XVIII: "si en algún caso creyeren tener razones para no conformarse con su dictamen, puedan suspender el acuerdo o sentencia, y consultar a la superioridad, con expresión de los fundamentos y remisión del expediente". Esto implicaba privar al juez lego de la posibilidad, ésta sí, admitida en Partidas de dictar su propia sentencia, puesto que el mecanismo de la consulta a las Audiencias permitía controlar la actuación de los jueces inferiores y privarles de la facultad de resolver según su arbitrio. Por extensión, los alcaldes y los jueces ordinarios, a los que el monarca no designaba asesores, podrían seguir designándolos y no quedarían responsables, "y sí solo el asesor, no probándose que en el nombramiento y acuerdo haya habido colusión o fraude". La responsabilidad afectaba también al foro interno. Porque, "para decidir de la suerte de la vida y de la fortuna del hombre es necesario mucha meditación, desnudarse de toda pasión, y vestirse de toda imparcialidad, como que el juez o su asesor es responsable en el fuero de la conciencia y en el de la justicia temporal al daño que ocasiona al prójimo o a la República con su sentencia. Terrible cargo!".129 Aunque Castillo de Bovadilla escribió su conocida obra pensando, sobre todo, en los corregidores, cabe extender sus apreciaciones a los restantes jueces. Valga el siguiente pasaje de acerca de los fundamentos y fines del consejo: Haciendo el corregidor las cosas sin consejo, y por desvariados medios, aunque salgan bien, no son aprobadas; y por el contrario haciendo los negocios por sano consejo, aunque no tengan buen fin, tienen a lo menos escusa, y quedan los hombres con satisfacción, y sin queja de sí mismos, y aun sin dolor, miedo y contienda y lo más cierto es, según Justiniano, que acarrean gloria, y beatitud. El consejo es oficio de la virtud prudente es la que abraza la justicia, y es como espíritu de ella; pues cómo podrá discernir lo que es justo el corregidor que no tiene ciencia, sin consejo de letrado?... Cuánto se contenta el pueblo en entender, que su gobernador está sujeto al consejo de los sabios varones? Y cuán triste, y a punto de desesperarse está la república, donde el corregidor no se quiere llegar consejo? Decidme, veamos, qué es el hombre sin el consejo de la razón?130 Porque, en definitiva, estaba en juego la paz de la comunidad. Y, como manifiesta, quien fue corregidor letrado, "para la paz se debe preferir al jurista".131 Porque no hay que olvidar que, en la mayor parte de los municipios hispanos y a pesar de la preponderancia de los cotos señoriales,132 los alcaldes eran añales, la mayoría analfabetos y expuestos a las iras de sus convecinos una vez que dejaran su oficio a la altura del 29 de septiembre, o el postrero día del año desde 1762. Si, por el contrario, la decisión, aun cuando formalmente fuera achacable al alcalde, había sido redactada por un abogado de la ciudad o de la comarca, cabía presumir por el entorno social que la decisión se ajustaba a las disposiciones del Rey. Tanto asesores necesarios como voluntarios estaban formados, con mayor o menor profundidad, en la ciencia legal y ello les permitiría distribuir la justicia "según las dichas leyes de Partida, y otras de la Recopilación", sin perjuicio de que pudiera darse el caso de que jueces legos pudieran resolver con arreglo a su razón.133 Cabe concluir. Desde la antigüedad existieron oficios que tuvieron atribuida la función de juzgar, sin necesidad de que sus titulares conocieran las disposiciones que debían aplicar en la resolución de los litigios. Para solventar tan importante carencia, desde el derecho romano, los jueces fueron asistidos por asesores o consultores que eran jurisperitos y, por tanto, conocían y dominaban las normas por las que se regía el proceso y su resolución. La Recepción del Ius commune favoreció esta peculiar forma de resolver las causas por quienes, no teniendo iurisdictio, sin embargo elaboraban el fallo que habrían de pronunciar los jueces. Se trataba de eliminar, por un lado, el libre albedrío altomedieval y, por otro, imponer a través de la vía judicial el derecho del rey. Desde los textos alfonsinos se insiste en la resolución con arreglo a derecho,134 como también recogerán las obras de los juristas. Entre la sentencia justa del juez lego y el dictamen sujeto a derecho del asesor letrado, las disposiciones normativas como los juristas se decantarán por esta segunda opción. El derecho real triunfará por vía legislativa y por vía judicial en los lugares más recónditos —incluidos los señoriales— sin necesidad de nombrar para ellos oficiales regios. Los nuevos asesores ya no eran los vecinos del pueblo que recordaban la costumbre. Eran hombres formados en el derecho romano y en el derecho canónico. En principio, su actividad asesora de jueces se daría en la corte y en las principales ciudades, no sólo de realengo sino también de señorío. Su intervención en los núcleos rurales se iría produciendo con lentitud. Los reyes estuvieron más interesados por la justicia de los principales municipios, de manera que pronto fijaron los criterios de designación de los tenientes letrados o de los alcaldes mayores en los lugares de Castilla en los que radicó un corregidor. Para los alcaldes de los pequeños municipios la situación debió ser muy compleja. Posiblemente no viviera cerca de ellos ningún abogado y, en el caso de que los hubiera, estarían asistiendo a las partes litigantes. Para salvar este obstáculo, los alcaldes se ayudarían de los escribanos, cuya intervención en el proceso era necesaria, para los trámites procesales esenciales o en las causas ínfimas. Pero en los casos arduos y graves su asistencia no bastaba. En P. 3, 21, 2 Alfonso X dejó sentado el deber de acudir a consejeros para dictar juicio. Ello proporcionaba mayor confianza o certeza para los litigantes, en la medida en que el asesoramiento se debía ajustar a derecho, al derecho fijado por el rey. En consecuencia, el asesoramiento al juez lego implicaba ventajas para todos los interesados en el juicio, pero también mayores gastos. La asesoría conllevaba unos emolumentos para el letrado que hubiera emitido su dictamen en el proceso. Desembolsos económicos que podían aumentarse con las recusaciones —ciertas o vagas— de asesores y, por supuesto, con las espórtulas. Gastos que, por el contrario, se reducían cuando el juez era letrado.135 En cualquier caso, los asesores eran una pieza esencial en aras de la justicia letrada. Con ello quiebra, o se matiza en un alto grado, la tradicional distinción entre justicia letrada y no letrada. Quizá convenga hablar de una justicia letrada inmediata y de otra mediata. La primera ejercida por jueces letrados, la segunda por letrados —en su mayoría abogados— que carecían de jurisdicción, pues su actividad era meramente consultiva, y cuyos juicios eran pronunciados por jueces legos. No podemos, tampoco, olvidarnos de otra faceta. Cuando hablamos del arbitrio judicial de los jueces inferiores, en muchas ocasiones nos estamos refiriendo, sin tenerlo explícitamente presente, al arbitrio de los asesores.136 Un arbitrio que, como es sabido, era reglado y, en el caso de los jueces legos/asesores, más sujeto a la literalidad de las disposiciones regias. Algo a lo que no era ajena la biblioteca particular que pudieran tener estos abogados situados en la periferia de los centros judiciales, así como su experiencia en procesos planteados ante los tribunales superiores. Durante el siglo XVIII se acentuó la intervención de los asesores letrados y se redujeron considerablemente las posibilidades de los jueces legos sobre el juicio, aun cuando ello implicara, también, un incremento en su responsabilidad de los primeros. La voluntad en la formación de la sentencia quedaba depositada en los asesores. En España, la llegada del siglo XIX, con las consabidas reformas constitucionales y legales, no supuso la desaparición por completo de los asesores letrados. Durante esta centuria, se produjo la preponderancia casi absoluta de la justicia letrada inmediata y, por tanto, los abogados sólo quedaron con la función de asesoramiento a los particulares. * Este trabajo se enmarca en el proyecto de investigación El arbitrio judicial en el Antiguo Régimen, financiado por la Dirección General de Investigación del Ministerio de Ciencia e Innovación (DER2008-03223/JURI). Notas:
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